viernes, 23 de noviembre de 2012


Los mapas responden

Los mapas representan a este mundo (y a otros) en una forma difícil de alcanzar mediante cualquier otro medio de comunicación o herramienta. Si una imagen dice más que mil palabras, un mapa dice frecuentemente más que diez o cien mil palabras.
Un mapa es un retrato del terreno en el que los rasgos visibles -y con frecuencia otros que no vemos- se han expresado mediante un lenguaje que todos podemos entender. Si el mapa está bien hecho, cualquier persona es capaz de interpretarlo, aunque se tratara, por ejemplo, de un mapa de una ciudad alemana, hecho por personas que sólo hablan Alemán, y el que lo lee no entienda una sola palabra de ese idioma.
Los mapas son desde que nuestra especie existe. Cada cultura ha visto de un modo peculiar su entorno y creado sus mapas, dentro o fuera de las mentes, en cientos de formas de representación, desde grabados en piedra hasta imágenes luminosas que parecen flotar en el aire.
En los mapas, además, está siempre presente esa manía incurable de los cartógrafos por plasmarlo todo y exactamente en su lugar. Esto es lo que hace de los mapas instrumentos casi mágicos, que nos pueden decir mucho más que lo que sus creadores querían mostrar en un principio. Un mapa nos dice cosas aun donde no dice nada, porque nos cuenta que allí donde no hay símbolos ni colores, no existen cosas como las que vemos en otras partes de él.
Así pues, los mapas responden. De un vistazo nos dicen cómo hay que ir de un lugar a otro, qué distancia debemos recorrer y lo que debemos esperar se cruce en nuestro camino, desde pesadísimos trenes hasta la niebla tenue, pasando por bosques y lagos, sembradíos y mil cosas más.
Pero hoy, el poder de los mapas es sorprendente: convertidos en billones de cargas eléctricas en el interior de las computadoras, los mapas pueden hoy moverse, crecer, ser vistos en diez mil lugares al mismo tiempo; hacer que transcurran décadas o millones de años en segundos ante nuestros ojos, elevarse como montañas, para dejarnos verlos como si estuviéramos dentro de ellos o combinarse entre sí para mostrarnos relaciones que tal vez no sospecharíamos si no los tuviéramos.
El mapa de hoy, imagen flexible, modelo numérico vibrante del espacio que nos rodea, nos cuenta historias como nunca antes: en su extensión se acomodan millones de seres humanos, sus ciudades, campos, formas de ser, creencias y conflictos, a través de complejos patrones que siguen los cursos de los ríos; se comportan en forma distinta sobre las llanuras que en las zonas montañosas; o a un lado y otro de las fronteras políticas, sugiriéndonos los verdaderos motivos de que las cosas sean como son; cuáles son los caminos para investigar la intrincada realidad del presente y tener, quizá, una verdadera oportunidad de modificarla positivamente hacia el futuro.
En los albores del siglo de la información, hemos inventado orgullosamente términos que distinguen a los mapas que hacemos hoy, de sus antepasados, los atados de ramitas y conchas de los navegantes polinesios, los pergaminos renacentistas y las amarillentas hojas de papel de hace siglo y medio pero, tal como ellos, son una extraña mezcla entre la fascinación por conocer el universo, el reto de alcanzar la precisión absoluta, el deseo de contárselo todo a los demás y la pasión por crear un objeto bello.
Así los productos de la geomática; los llamados datos geoespaciales o sistemas de información geográfica son también -debieran ser- obras de arte y, por supuesto, son y seguirán siendo mapas por siempre.