Los mapas responden
Los mapas representan
a este mundo (y a otros) en una forma difícil de alcanzar mediante cualquier
otro medio de comunicación o herramienta. Si una imagen dice más que mil
palabras, un mapa dice frecuentemente más que diez o cien mil palabras.
Un mapa es un retrato
del terreno en el que los rasgos visibles -y con frecuencia otros que no vemos-
se han expresado mediante un lenguaje que todos podemos entender. Si el mapa
está bien hecho, cualquier persona es capaz de interpretarlo, aunque se
tratara, por ejemplo, de un mapa de una ciudad alemana, hecho por personas que
sólo hablan Alemán, y el que lo lee no entienda una sola palabra de ese idioma.
Los mapas son desde
que nuestra especie existe. Cada cultura ha visto de un modo peculiar su
entorno y creado sus mapas, dentro o fuera de las mentes, en cientos de formas
de representación, desde grabados en piedra hasta imágenes luminosas que
parecen flotar en el aire.
En los mapas, además,
está siempre presente esa manía incurable de los cartógrafos por plasmarlo todo
y exactamente en su lugar. Esto es lo que hace de los mapas instrumentos casi
mágicos, que nos pueden decir mucho más que lo que sus creadores querían
mostrar en un principio. Un mapa nos dice cosas aun donde no dice nada, porque
nos cuenta que allí donde no hay símbolos ni colores, no existen cosas como las
que vemos en otras partes de él.
Así pues, los mapas
responden. De un vistazo nos dicen cómo hay que ir de un lugar a otro, qué
distancia debemos recorrer y lo que debemos esperar se cruce en nuestro camino,
desde pesadísimos trenes hasta la niebla tenue, pasando por bosques y lagos,
sembradíos y mil cosas más.
Pero hoy, el poder de
los mapas es sorprendente: convertidos en billones de cargas eléctricas en el
interior de las computadoras, los mapas pueden hoy moverse, crecer, ser vistos
en diez mil lugares al mismo tiempo; hacer que transcurran décadas o millones
de años en segundos ante nuestros ojos, elevarse como montañas, para dejarnos
verlos como si estuviéramos dentro de ellos o combinarse entre sí para
mostrarnos relaciones que tal vez no sospecharíamos si no los tuviéramos.
El mapa de hoy,
imagen flexible, modelo numérico vibrante del espacio que nos rodea, nos cuenta
historias como nunca antes: en su extensión se acomodan millones de seres
humanos, sus ciudades, campos, formas de ser, creencias y conflictos, a través
de complejos patrones que siguen los cursos de los ríos; se comportan en forma
distinta sobre las llanuras que en las zonas montañosas; o a un lado y otro de
las fronteras políticas, sugiriéndonos los verdaderos motivos de que las cosas
sean como son; cuáles son los caminos para investigar la intrincada realidad
del presente y tener, quizá, una verdadera oportunidad de modificarla
positivamente hacia el futuro.
En los albores del
siglo de la información, hemos inventado orgullosamente términos que distinguen
a los mapas que hacemos hoy, de sus antepasados, los atados de ramitas y
conchas de los navegantes polinesios, los pergaminos renacentistas y las amarillentas
hojas de papel de hace siglo y medio pero, tal como ellos, son una extraña
mezcla entre la fascinación por conocer el universo, el reto de alcanzar la
precisión absoluta, el deseo de contárselo todo a los demás y la pasión por
crear un objeto bello.
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